Es feriado de primavera en Santiago de Chile. Me despierto gracias al canto de una docena de canarios multicolores, de cabezas verdes y rojas que se encuentran festejando desde muy temprano dando brincos en su jaula en una terraza vecina. Me alegro, pues me alertan sobre la ausencia del ruido citadino, aquel rutinario rugido de la avenida Colón y el pasó apurado de sus peatones en su ansiedad por cruzarla.
Me quedo en mi terraza por varios minutos mirando las montañas y escuchando a los canarios, no tengo nada que hacer y tampoco tengo interés por hacer nada. Los departamentos vecinos se ven vacíos desde aquí, inhabitados, tan solo un puñado de observadores del vacío al igual que yo, bebiendo algo o fumando con rostros inexpresivos.
La altura del piso ocho de mi departamento me regala una vista privilegiada del valle, la cordillera luce sin personalidad pues a esta altura del año ha perdido el nevado de sus picos, a pesar de ello mi barrio se muestra hoy con más vegetación de lo habitual por lo que decido salir a dar un paseo solitario. Dejo el reloj, el celular y mis reflexiones cotidianas en el departamento.
Me llama la atención la risa de los niños en una plaza vecina, corren detrás de un balón, se lanzan de los columpios, molestan a los perros jalándoles las orejas y el rabo, simplemente ríen despreocupados disfrutando del festín de la vida. Las empleadas domésticas que los cuidan lucen serias, fatigadas, tal vez renegando por no tener el día libre y estar trabajando en un feriado religioso. Algunos padres leen la columna financiera del diario en los banquillos aledaños, sus rostros se ven más parcos que el de las empleadas que vigilan a sus hijos en impecables mandiles azules. La crisis financiera llegará pronto pensarán. Hasta las guapas madres platinadas de los niños en los columpios parecen preocupadas detrás de esos enormes y sofisticados lentes oscuros. El contraste es enorme entre los niños y los adultos. Decido seguir caminando.
Paso la plaza y voy directo a perderme entre callecitas arboladas y residenciales mientras recuerdo mi infancia. El olor de un jazmín que le regala una sombra solidaria a su calle no puede hacerme olvidar la sensación de la brisa marina, ni la acogedora humedad de mi Lima natal. Hace calor, tengo hambre y la boca seca, recuerdo haber desayunado poco, unas aceitunas, cebollas encurtidas, un trozo de queso, un solitario pepinillo y dos dedos de vino blanco no eran suficientes para soportar los veintitantos grados primaverales.
Me detengo en una bodega y escojo mi tradicional marca de helado pero, esta vez dudo y opto por aquel sabor y combinación que nunca he probado. Voy al mostrador de las cervezas y pido la clásica cerveza valdiviana de los fines de semana, pero de pronto me veo seducido por una marca importada nueva. No me interesó su procedencia, decidí llevarla y seguir camino.
Me siento con más fuerza gracias a esa cerveza de misteriosa extranjera procedencia, pero me inquieto recordando que en Chile es un delito beber en la vía pública. Tan solo una inocente cerveza en día feriado y más aún religioso, puede alterar hasta el carabinero más flexible. La terminé bastante rápido pensando que ante más reglas debemos regirnos, más serios nos ponemos.
Aún mantenía la imagen de los niños y adultos en la plaza, ¿en que momento nos olvidamos de ser niños? me preguntaba. El sol molestaba la vista pues olvidé mis lentes, a pesar de ello me sentía más relajado, incluso más optimista que de costumbre, de seguro gracias a la rapidez en la ingesta de la cerveza ucraniana, entreteniéndome con los colores que la primavera produce en la sufrida flora santiaguina.
Mientras encuentro que todas las calles tienen nombres de navegantes históricos, desde Magallanes a Sebastián Elcano, sigo internándome en un laberinto de pasajes donde la vegetación redunda, disfrutando de ese extraño placer que produce la pérdida lúdica de dirección.
Veo un policía municipal que también se mostraba muy serio y le pregunto por instinto donde estoy. Me regala un mapa de esos para turistas sin mostrar ningún tipo de expresión. Le pregunto de que equipo es hincha pues llevo más de cinco horas sin hablar con nadie y me responde que de un equipo de segunda división o primera B. Conversé por primera vez con un municipal y también por primera vez del fútbol profesional amateur. Le di la mano y seguí sin dirección, arrojé el mapa a un tacho y continué pensando en mi alegre infancia frente al mar.
Llegué a una gran avenida, Manquehue, con lo cual me oriento nuevamente y me percato que estoy bastante lejos de mi departamento. Apoyado en el poste de un semáforo detengo un taxi y le pregunto a que distancia estoy del cruce con Colón. La verdad es que estaba lejos, pero el problema no era la distancia sino el darme cuenta que tampoco había llevado la billetera sino solo el monedero. El taxista molesto me ve con cara amargada mientras reviso mis bolsillos y sigue viaje con abrupta violencia pensando en el imbécil por el cual acaba de perder una luz verde.
Me río, pienso en los niños de la plaza, y empiezo a correr en dirección Colón como quién hace ejercicio. Ahora hay tráfico, gente, no puedo decir bocinazos porque gracias a Dios en Chile no se usa la bocina y se respetan las leyes de tránsito, las cuales tuve que venir a aprender aquí como un analfabeto al volante.
No me canso, pareciere que la cebada ucraniana tiene aditivos para deportistas. La tarde ya está avanzada iluminando la ciudad con un color anaranjado acompañado de un viento precordillerano que acaricia y envuelve. No paro de correr, una pelota de tenis desgastada cruza la pista justo por el paso peatonal desde una cancha contigua, voy detrás de ella esquivando un grifo de agua aprovechando de que en Chile se respeta el paso de cebra. Acelero el trote esta vez dándole bote a la pelota que acababa de hurtar, el cruce con Colón se ve cerca así que opto por cortar camino, pero está vez sabiendo mi ubicación.
Ya estoy cansado y mi edificio se ve a la distancia camuflado entre los árboles, nuevamente camino pero acelero al ver un perro tendido en el césped. Le jalo las orejas y corro, me persigue pero le lanzo la pelota de tenis y lo distraigo escapando de su posible venganza. Sonrío mientras nuevamente escucho a los canarios de la senil vecina, ellos aún están en fiesta.
Pienso en mi niñez y el mar mientras subo al ascensor, en él una pareja se insulta y se falta el respeto de manera hiriente. Me bajo en el piso ocho contrariado pero feliz, pensando, en que momento nos olvidamos de ser niños.
Me quedo en mi terraza por varios minutos mirando las montañas y escuchando a los canarios, no tengo nada que hacer y tampoco tengo interés por hacer nada. Los departamentos vecinos se ven vacíos desde aquí, inhabitados, tan solo un puñado de observadores del vacío al igual que yo, bebiendo algo o fumando con rostros inexpresivos.
La altura del piso ocho de mi departamento me regala una vista privilegiada del valle, la cordillera luce sin personalidad pues a esta altura del año ha perdido el nevado de sus picos, a pesar de ello mi barrio se muestra hoy con más vegetación de lo habitual por lo que decido salir a dar un paseo solitario. Dejo el reloj, el celular y mis reflexiones cotidianas en el departamento.
Me llama la atención la risa de los niños en una plaza vecina, corren detrás de un balón, se lanzan de los columpios, molestan a los perros jalándoles las orejas y el rabo, simplemente ríen despreocupados disfrutando del festín de la vida. Las empleadas domésticas que los cuidan lucen serias, fatigadas, tal vez renegando por no tener el día libre y estar trabajando en un feriado religioso. Algunos padres leen la columna financiera del diario en los banquillos aledaños, sus rostros se ven más parcos que el de las empleadas que vigilan a sus hijos en impecables mandiles azules. La crisis financiera llegará pronto pensarán. Hasta las guapas madres platinadas de los niños en los columpios parecen preocupadas detrás de esos enormes y sofisticados lentes oscuros. El contraste es enorme entre los niños y los adultos. Decido seguir caminando.
Paso la plaza y voy directo a perderme entre callecitas arboladas y residenciales mientras recuerdo mi infancia. El olor de un jazmín que le regala una sombra solidaria a su calle no puede hacerme olvidar la sensación de la brisa marina, ni la acogedora humedad de mi Lima natal. Hace calor, tengo hambre y la boca seca, recuerdo haber desayunado poco, unas aceitunas, cebollas encurtidas, un trozo de queso, un solitario pepinillo y dos dedos de vino blanco no eran suficientes para soportar los veintitantos grados primaverales.
Me detengo en una bodega y escojo mi tradicional marca de helado pero, esta vez dudo y opto por aquel sabor y combinación que nunca he probado. Voy al mostrador de las cervezas y pido la clásica cerveza valdiviana de los fines de semana, pero de pronto me veo seducido por una marca importada nueva. No me interesó su procedencia, decidí llevarla y seguir camino.
Me siento con más fuerza gracias a esa cerveza de misteriosa extranjera procedencia, pero me inquieto recordando que en Chile es un delito beber en la vía pública. Tan solo una inocente cerveza en día feriado y más aún religioso, puede alterar hasta el carabinero más flexible. La terminé bastante rápido pensando que ante más reglas debemos regirnos, más serios nos ponemos.
Aún mantenía la imagen de los niños y adultos en la plaza, ¿en que momento nos olvidamos de ser niños? me preguntaba. El sol molestaba la vista pues olvidé mis lentes, a pesar de ello me sentía más relajado, incluso más optimista que de costumbre, de seguro gracias a la rapidez en la ingesta de la cerveza ucraniana, entreteniéndome con los colores que la primavera produce en la sufrida flora santiaguina.
Mientras encuentro que todas las calles tienen nombres de navegantes históricos, desde Magallanes a Sebastián Elcano, sigo internándome en un laberinto de pasajes donde la vegetación redunda, disfrutando de ese extraño placer que produce la pérdida lúdica de dirección.
Veo un policía municipal que también se mostraba muy serio y le pregunto por instinto donde estoy. Me regala un mapa de esos para turistas sin mostrar ningún tipo de expresión. Le pregunto de que equipo es hincha pues llevo más de cinco horas sin hablar con nadie y me responde que de un equipo de segunda división o primera B. Conversé por primera vez con un municipal y también por primera vez del fútbol profesional amateur. Le di la mano y seguí sin dirección, arrojé el mapa a un tacho y continué pensando en mi alegre infancia frente al mar.
Llegué a una gran avenida, Manquehue, con lo cual me oriento nuevamente y me percato que estoy bastante lejos de mi departamento. Apoyado en el poste de un semáforo detengo un taxi y le pregunto a que distancia estoy del cruce con Colón. La verdad es que estaba lejos, pero el problema no era la distancia sino el darme cuenta que tampoco había llevado la billetera sino solo el monedero. El taxista molesto me ve con cara amargada mientras reviso mis bolsillos y sigue viaje con abrupta violencia pensando en el imbécil por el cual acaba de perder una luz verde.
Me río, pienso en los niños de la plaza, y empiezo a correr en dirección Colón como quién hace ejercicio. Ahora hay tráfico, gente, no puedo decir bocinazos porque gracias a Dios en Chile no se usa la bocina y se respetan las leyes de tránsito, las cuales tuve que venir a aprender aquí como un analfabeto al volante.
No me canso, pareciere que la cebada ucraniana tiene aditivos para deportistas. La tarde ya está avanzada iluminando la ciudad con un color anaranjado acompañado de un viento precordillerano que acaricia y envuelve. No paro de correr, una pelota de tenis desgastada cruza la pista justo por el paso peatonal desde una cancha contigua, voy detrás de ella esquivando un grifo de agua aprovechando de que en Chile se respeta el paso de cebra. Acelero el trote esta vez dándole bote a la pelota que acababa de hurtar, el cruce con Colón se ve cerca así que opto por cortar camino, pero está vez sabiendo mi ubicación.
Ya estoy cansado y mi edificio se ve a la distancia camuflado entre los árboles, nuevamente camino pero acelero al ver un perro tendido en el césped. Le jalo las orejas y corro, me persigue pero le lanzo la pelota de tenis y lo distraigo escapando de su posible venganza. Sonrío mientras nuevamente escucho a los canarios de la senil vecina, ellos aún están en fiesta.
Pienso en mi niñez y el mar mientras subo al ascensor, en él una pareja se insulta y se falta el respeto de manera hiriente. Me bajo en el piso ocho contrariado pero feliz, pensando, en que momento nos olvidamos de ser niños.
Lorca
Octubre 2008
3 comentarios:
Gracias por un buen momento.
me gustó!!
Bello relato.Sencillo y natural, pero muy profundo.
Es maravillosa la facilidad que tienes para decribir, con claridad los momentos de la vida cotidiana, que los embelleces.
Publicar un comentario