Deseabilidad Social ¿La trampa de lo conocido o la tentación de lo predecible?


Unas ráfagas cálidas llegadas desde el caribe amortiguaban el bullicio producido por enjambres de taxis revoloteando por Altamira. La ausencia notoria de palomas, tan comunes en nuestras plazas y la poca cantidad de niños en lúdicos griteríos, terminaban por matizar de un marco insípido, casi nostálgico a esa solitaria tarde caraqueña.

Con la cabeza inclinada hacia abajo en posición reflexiva, Matías se deshidratada en una de las antiguas banquetas que adornan la plaza Francia, buscando protección en la delgada sombra que le ofrecía ese obelisco silencioso, espigada construcción que no le respondía a sus desesperados cuestionamientos.
Manos en las orejas, sudor y la extraña sensación de haber llegado a los 30 años y de pronto, violento tropiezo de espaldas hacia el vacío. Aquella caída libre que genera vértigo en la garganta y sequedad en el amor propio por la vergüenza de saber, que se cometieron una cadena de errores que pudieron evitarse.

Matías era una víctima más de aquella jaula que atrapa a personalidades poco curiosas, con aversión a los cambios y dinamitadas de inseguridades ante lo novedoso e incluso, desconocido.
Una tentación que nos coquetea a todos hacia el encierro, aquella de seguir a lo predecible evitando así la incertidumbre que brinda forzar nuestro destino hacia la brisa que regalan los peligrosos despeñaderos del riesgo no calculado.

Esa tarde de 35 grados en la plaza, el balance de sus 30 años era para producir sollozos hasta en los más fieros espartanos. Ya acumulaba en su joven espalda a una ex esposa, de aquellas que se conocen en la época universitaria, claro está, en la misma universidad en donde los compañeros de colegio postularon también por inercia o moda. Una carrera profesional, la cual nunca generó satisfacciones personales, pues es de aquellas que uno escoge siguiendo la elección de la mayoría alrededor y no por vocación.
Y finalmente, la acidez de frustración que le producía no haber vivido fuera de su pequeño Caracas natal, automutilándose de vivenciar otras realidades, quedando relegado a una mirada del mundo parcial o regionalista.

Seguir al colectivo o al referente social que nos rodea es positivo hasta cierto límite, pues es un soporte emocional y brinda la satisfacción de necesidades básicas como la pertenencia y la fliliación al compartir desde costumbres, valores y creencias hasta la educación, barrio de residencia o sector socioeconómico.

Sin embargo, llegar a los extremos de Matías, en donde sus elecciones más importantes fueron guiadas mas por deseabilidad social que por intereses personales, podrían ser evitables. La clave estaría en reconocer conscientemente la existencia de esta fuerza, que cual gravedad, nos impone correr junto a nuestra jauría. Tener identificado dicho sesgo y buscar aminorar sus peligros abriéndonos a un agregado mayor de personas y por ende ciudades, posturas y creencias, podría ser un camino válido.

Hoy Matías no está tarde, ahora continúa disfrutando de la fauna costarricense luego de decidir ampliar su mirada y recorrer Centroamérica por tierra. Tal vez se convirtió en el zorro de la imagen de este texto, camuflado entre una jauría hipnotizada. Aparentemente, el obelisco de Altamira, le habría sugerido algo en aquel atardecer venezolano.