Asedio en el juncal. Parte I

Se respiraba una mezcla de brisa marina y olor a carbón recién encendido, aroma de brasas chispeantes y crepitar optimista, alegres como el cielo despejado de la noche veraniega que estaba por empezar. Las parrillas se empezaban a encender y los vecinos paulatinamente a reunir en los frondosos jardines centrales que daban orden a la arquitectura del elegante condominio privado. Risas lejanas se ahogaban entre faroles de luz amarillenta que proveían de calidez a las pequeñas callecitas del balneario, el murmullo de las conversaciones distantes eran interrumpidas por una que otra abrupta carcajada etílica, disipándose entre el viento y la humareda producida por las primeras carnes en cocción.



Era una noche de viernes, enero y con los veinte grados necesarios para poner el ánimo en ebullición. Cerca de las diez de la noche las últimas familias propietarias y algunos invitados, terminaban por ingresar en camionetas de vidrios blindados a sus playas que los acogerían un nuevo fin de semana. El pequeño carro coreano de Pericles se perdía entre los altos vehículos de doble tracción mientras intentaba ganar una posición en el atoro generado por la angosta vía que sirve de ingreso al club privado. El lento avance hacia el condominio por el carril destinado a los invitados no lo desesperada a pesar de los ochenta y cinco kilómetros de solitaria conducción desde Lima, todo lo contrario, se encontraba extasiado por lo que consideraba una real posibilidad de dar por cerrada al fin, la agotadora búsqueda de la chica de sus sueños.

- “¡Voy a la casa de la familia García-Pentattore!, la señorita Francesca me está esperando en su cumpleaños”.

Un personaje redondeado y servicial le pedía el documento de identidad en respuesta mientras acercaba su rostro a la ventana del coreano. La aglomeración de autos ya había desaparecido pues los propietarios ingresaban primero para luego registrar la documentación de los invitados. Sólo el carro de Pericles se mantenía aún al otro lado del muro que dividía lo privado de lo popular, los torreones provistos de cámaras de vigilancia, cercos eléctricos y reflectores hacían crecer en él una excitante sensación de éxito venidero ni bien cruzada la frontera elitista.

- “Por favor joven, ingrese, vaya de frente por la avenida central, tres pasajes y a la izquierda, frente a la playa. Ahora, le agradecería dejar su auto afuera”. Dijo muy educado el vigilante particular.

Estacionó debajo de un letrero olvidado entre arbustos secos y la oscuridad, “estacionamiento público”, e ingresó trotando al condominio con la vehemencia que produce la certeza, con la convicción de tener esta vez el factor azar como aliado.



Pericles González era un personaje que no obstante padecer de una vida social irrelevante era bastante apreciado por sus escasos conocidos, un afecto más incomprensible aún si agregamos que su insípida personalidad no destacaba por ninguna habilidad ni cualidad para el cultivo de la amistad. Sus cercanos, principalmente amigos de la infancia, lo definían como una persona introvertida, sin brillos, una sobriedad inclinada hacia lo discreto, absolutamente intrascendente en cualquier contexto donde le tocara interactuar. Era de esos sujetos que pasan desapercibidos, de aquellos que no llaman la atención ni por ser desubicados ni por llenar de vida las reuniones. Sin relaciones amorosas conocidas ni vivencias sobre viajes o aventuras que compartir, terminó su carrera de abogado en una universidad de medio pelo luego de ser expulsado de la Pontificia Universidad Católica por bajo desempeño. A sus 32 años y siendo auxiliar del departamento legal de un pequeño banco local, se podría afirmar con precisión que González, era el prototipo de la mediocridad en Lima.

Después de tres minutos de trote y cinco de descanso, decidió continuar pero ahora con un caminar pausado hasta llegar a la tercera callecilla. La ansiedad por el recorrido no conocido hizo que desembolsara el paquete de cervezas que llevaba balanceando, detenido y con una lata destapada se recostó en un pequeño puente sobre el riachuelo, gran acequia responsable de un centenario manglar de totoras y todo a los pies del Pacífico.

Reinició la caminata durante unos minutos hasta que logró identificar gracias al rumor que produce la acumulación de voces, la terraza frente al mar de la familia García-Pentattore. Tan sólo una vereda que servía de ciclovía en los atardeceres, dividía los altos ventanales iluminados de la casa con el inicio de las bajadas a la playa.

Los padres de Francesca no se encontrarían en el país ese fin de semana por lo que disponía de carta libre para desbordar su jardín con más de doscientos amigos e invadir sin preguntar a los rosedales vecinos. Dentro del listado de los doscientos estaba Pericles, quién tal vez por un acto de afinidad generacional o quién sabe de lástima solidaria, recibió la invitación de la joven Francesquita Garcia-Pentattore, sub gerente legal de su banco y cinco niveles jerárquicos más arriba en la estructura organizacional que él.

De improviso se paralizó frente a la terraza, cegado ante la potente luz de los reflectores que resaltan sobre los muros de sostén del ligero techo de madera que protegía del sol y la garua. Atrás, a cinco metros de su espalda, la playa de arenas gruesas y arcillosas recibían los pisotones de una docena de chicas del servicio doméstico jugando al vóley, aún con sus uniformes de trabajo y disfrutando del único horario en donde pueden ingresar a la orilla, aquella hora en que la oscuridad las ocultaba de la vista de sus patrones.

Y ahí estaba delante de él y entre los destellos de luces, ese delicioso ambiente de superficialidad al que aspiraba en silencio, los rostros de facciones europeas con mandíbulas relajadas de tanta carcajada, las sonrisas de éxito y vestimentas sofisticadas que contrastaban con su expresión pálida y camisa veraniega de retail chileno. Decidió ingresar raudo por una entrada lateral que daba a un diminuto manglar de aguas estancadas y palmeras delicadamente podadas, entre autos escandinavos estacionados en paralelo. Esquivó los carros aprovechando para peinarse con los dedos frente al espejo de uno de ellos y se dejó guiar por un circuito de antorchas que adornaban la entrada. Se movió con mayor rapidez tratando de evitar las miradas que se disparan instintivamente ante un nuevo ingreso mientras buscaba con movimientos de cabeza a la anfitriona del cumpleaños entre un centenar de personas.

No tuvo que observar demasiado entre el gentío para toparse con lo que buscaba, no a la Francesquita que parecía inaccesible como una celebridad, sino con una delgada figura que resaltaba por las traviesas miradas sobre un rostro infantil adornado de graciosas pequitas. Sus ojos verdes separados por una nariz respingada diseñada por un artista de quirófano extranjero, se fijaron en Pericles sin evadir la creciente invasión psicológica de su nuevo admirador.

Pericles no le bajo la mirada en respuesta desafiante, prendió un primer cigarrillo y partió a la barra a preparar el ataque. El objetivo estaba a la vista, buscó una botella y le apuntó nuevamente con la vista, anunciándole así, el inicio del asedio.

Lorca, Agosto 2010