El ala del airbus se estiraba con violenta intermitencia de arriba hacia abajo mostrando una agilidad y flexibilidad aerodinámicas inquietantes, probablemente inspiradas en la perfección del diseño de un alcatraz en plena caída libre. El aumento en el rugir de las turbinas junto a la sensación de vacío en el estómago delataban las abruptas aceleraciones del avión. Instintivamente quise pararme rumbo al pasillo, pero pronto la aeromoza me indicaba con un veloz gesto la señal de “cinturones abrochados”, mientras que con una sensual mímica de labios decía en silenciosa y perfecta vocalización, “cruce de cordillera”.
Miré hacia atrás en busca de rostros de nerviosismo pero sólo encontré gente leyendo, conversando con tranquilidad o bebiendo algo sorteando los vaivenes de la tempestad cordillerana que amenazaba con derramar los vasos del café. Giré mi rostro hacia la religiosa sentada a mi izquierda, contigua al pasillo y percibí que no rezaba a pesar de llevar un rosario de madera enredado entre sus pálidos y vírgenes dedos, confirmándome con ello, que tan solo estábamos sumergidos en una turbulencia rutinaria.
Busqué conversación con mi compañera de asiento derecho, pero ella observaba sin expresión a través de la ventanilla a los intimidantes picos nevados. "¡Qué bárbaro!" exclamó empujando el respaldar hacia atrás, recostándose ante las inesperadas sacudidas del avión. “Mirá que pareciereeee..., que el capitán sufre de una opresión testicular” agregó con relajo. La monja empezó a rezar.
* * *
Era una mañana templada en Pudahuel, el vuelo se encontraba dentro del horario programado y sólo estábamos a la espera de los últimos pasajeros, de esos que llegan tarde a todo y sin remordimientos. Las cinco a seis filas que rodeaban mi asiento estaban copadas por una congregación religiosa, bastante silenciosa pues ninguna de ellas hablaba. Días después aprendería, que la historia de la cuidad de Córdoba, el destino de ese viaje, estaba ligado fuertemente al desarrollo de misiones religiosas en los siglos pasados.
Aún quedaba libre el asiento de mi derecha, la codiciada ventanilla por ser un día despejado y con buena visibilidad, pero mis planes de tomar posición sobre él se cortaron de improviso y con bizarra sorpresa.
“¡Disculpáme!, ¿me dejás pasar?” Preguntó con mirada somnolienta, sonriendo y mordiéndose el labio inferior con extrema coquetería.
La imagen de Kiara se encontraba muy lejos de aquella mujer argentina que deslumbró construyendo con esmerado profesionalismo, exaltadas imágenes en las memorias cómplices de los invitados a la despedida de soltero de un buen amigo meses atrás. Aquella Kiara que con sus danzas sensuales y movimientos abdominales perseverantemente ensayados gracias a la creciente demanda por sus servicios, hizo naufragar en tempestades peligrosas hasta a los más serios hombres de familia y tentar con caer en los despeñaderos del despilfarro a los solteros más mesurados en sus finanzas personales.
A diferencia de aquel recuerdo intruso me que entretuvo antes del despegue, esa mañana ella se veía vulnerable y desaliñada, con el rostro reflejando deudas de sueño y excesos de caricias falsas, de esas transaccionales, lapidariamente furtivas. La imagen de una juventud lanzada al acantilado que provocó en mí una insípida sensación de lástima, de las que se mezclan con tristeza e injusticia en busca de responsables por tantos futuros sin proyección.
Ya no era la mujer segura, fuerte y controladora que alimentada su autoestima gracias a una docena de personajes diversos, espectadores atrincherados en el anonimato que brinda el camuflaje de la oscuridad, regalándole frases de admiración con aditivos de euforia ante cada inimaginable contorsión de tórax. Había perdido su liderazgo desinhibido, como si la luz del día marchitara su talento y sesgara de a pocos, su impactante belleza exterior.
De un momento a otro, tuve claridad. Me encontraba cruzando Los Andes con dos cordobesas, una monja a mi izquierda que me observaba pero no hablaba y una mujer de la noche a mi derecha, un reo de nocturnidad, la cual irónicamente habíamos contratado para una despedida de soltero un mes atrás
* * *
“¿Se van a servir algo más?” Se acercó la aeromoza con un acento que identifiqué como familiar.
Desde mi izquierda solo recibió un susurro de Padre Nuestro y por parte de Kiara un movimiento de cabeza en señal de negativa.
“Señorita, la verdad, que otra cerveza me haría sentir bastante bien”, le dije aprovechando mi turno.
“Pero, ¡son las once de la mañana!” exclamó la pequeña morena.
“Mira Carmencita, para serle sincero, con mi país tenemos dos horas de diferencia” repliqué batiendo la lata sin contenido, observando la identificación de su uniforme.
“Efectivamente, pero en Lima son las nueve de la mañana” respondió con la lúdica complicidad de haber identificado, que también era limeño al igual que ella.
“Che, ¿pero vos estás loco? ¡te nos vas a emborrachar querido!” dijo la cordobesa entrometiéndose, invadiendo mi espacio con mirada fija, entre cerrando los párpados y pasando al mismo tiempo la lengua por su labio inferior, como gestos provenientes del purgatorio.
“Carmencita por favor, ¡la cerveza!” reclamé intentando escapar del embate, invadiendo a su vez, el espacio de la religiosa y sus votos de silencio.
Lorca, Santiago de Chile, julio 2009
Continuación, Reflexión cruzando la pampa seca. 2009.
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